Su nombre era Juana María, pero para el pueblo era simplemente La Vieja Vinagre. Dura, siempre amargada, con su rostro anguloso, arrugado y sin expresión; baja, encorvada y con unos sesenta años vividos muy penosamente. Trabajaba en una huerta que tenía en su casa precaria, a media montaña en los Altos de Malca, Tilcara. Cosechaba algunas papas vallistas, zanahorias y acelgas con las que hacia una sopa vespertina, su principal alimento.
Conocí a La Vieja Vinagre hace unos años, cuando viví en Tilcara y atendía un negocio de videos. Todo era nuevo para mí, aún sentir en el rostro el viento de las tres de la tarde, que sopla infaliblemente todos los días. Estaba sentado en la plaza chica del pueblo, al frente de casa, cuando escuche una voz tosca, que me pareció agresiva: -“¿Sos nuevo por aquí?”, preguntó. Por la poca experiencia que tenía en el trato con los lugareños –aunque soy jujeño-, respondí de la manera más amable posible, aunque, confieso, no estaba a gusto con aquella compañía: -“Si señora. Soy nuevo”. Fue categórica en su dicho: -“Espero que se porte bien, no como todos los que recién llegan y nos hacen a menos…” Y sin más palabras, se fue refunfuñando cosas que no llegué a comprender.
Poco después, y sabiendo que era desesperadamente pobre, le daba de vez en cuando algo de verduras, carne y hasta fiambres para que varíe su menú. Ella se llevaba a su negro y harapiento (aunque muy limpio) delantal lo que le daba. Allí tenía una pequeña bolsa que le colgaba a un costado. Y sin más, se daba media vuelta y se iba; a veces, sin dar las gracias o saludar.
Con el tiempo conversábamos –sólo un poco- mas. Nunca llegó a contar su vida ni sus pesares. Un amigo, el gaucho René, la describía con tres palabras: -“Es un animal”. Y escupía al suelo para demostrar su desprecio.
Un domingo (el único que fui a misa), ví que, arrodillada, murmuraba oraciones amontonando las palabras, con los ojos cerrados y poniendo tanta devoción que daba vergüenza el estar en ese lugar, sobre todo para mí, que no soy muy devoto. De repente, y de un salto, se puso de pie, y con complejas y repetidas señales de la cruz, se fue. “Pobre. Está loca”, pensé.
No tardó en pegarse a mí, de manera tal, que le huía a menudo. Cuando me agarraba desprevenido, charlábamos de su reumatismo, de sus dolores de espalda, fruto de la cosecha de verduras o por haber cargado leña para calentarse.
Pregunté alguna vez cómo era cuando joven. Me la describieron como una mujer sufrida; había sido arriera; recorría y cargaba con distintos artículos para ganarse la vida. Se casó temprano, siendo buena moza: ojos pequeños, negros como la noche y con reflejos que hipnotizarían a cualquier hombre. Su marido, borracho de siete días, murió al poco tiempo. Sola, comenzó su luto. También comenzó a comportarse de manera extraña. Se volvió retraída y se fue a vivir cerro arriba.
Cuando le preguntaba, me decía “No vine a contar mi vida”, y cambiaba de tema. Yo seguía escuchándola con curiosidad (y un poco de dolor), pero con respeto.
Una tarde calurosa de noviembre, conversábamos en la plaza central Pedro, el Gaucho René y uno de esos pseudos intelectuales llegados de Buenos Aires, formando un círculo. Escuchamos unas sandalias arrastrarse, como cansadas, como que llevaban mucho peso –aunque sólo llevaba un pequeño bulto-. La Vieja Vinagre, con su paso rítmico y sin mirar ni a derecha ni a izquierda, pasó a nuestro lado. Siguió de lado mientas su calzado gastado resonaba en el piso de lajas completamente destruido. Perdida en sus pensamientos, como si viviera en otro mundo. “No das ni las buenas tardes, siquiera”, dijo el Gaucho. “sea lo que sea, decí algo”, completó.
Sorda por naturaleza o por convicción, La Vieja Vinagre sacó un pañuelo hilachento y se secó la frente. Nos ignoró. “Está cada vez peor”, observó el intelectualoide. “Pobre mujer”, dijo Pedro. René, mientras intentaba encender un cigarrillo, concluyó con su acostumbrado: -”Es un animal”, aunque no escupió por ser domingo, día dedicado a Dios.
Al tiempo me ofrecieron un trabajo. Era la oportunidad de volver a desempeñarme como periodista y volver a la ciudad. De modo que comencé los preparativos de partida. Así, llené con bultos mi destartalado coche, al punto que quedó repleto de cosas. Ese mediodía, varios amigos fueron a despedirse, aunque yo sentía que faltaba alguien... Entre tanta gente, no le presté mucha atención. Antes de salir, Dora me ofreció un poco de jamón, queso y algunos duraznos de la zona -“para el viaje”, me dijo.
El motor del cascacho azul se estremeció por el esfuerzo: tenía más carga que nunca. El aire estaba fresco y un agradable aroma a tierra mojada flotaba en el ambiente. También una brisa de nostalgia… Había compartido tantas cosas…
La última casa no había desaparecido del retrovisor, en mi camino al sur, cuando una figura en medio de la ruta me hacía señas desesperadas para que me detenga. Abrí la puerta y me bajé preocupado; y mi sorpresa fue grande: era La Vieja Vinagre, Juana María, con su figura encogida y su vestido destruido.
Sus ojos eran más dulces que el aire perfumado. “Estoy aquí desde la madrugada, esperando que pases para decirte adiós”. Su voz fue más tierna que nunca. Se agachó y de sus envoltorios sacó unos pequeños huevos, puestos por su única gallina, y que representaba toda su riqueza terrenal. “son para vos, changuito. Es todo lo que te puedo dar”. Extendió sus manos ofreciendo los huevos. En sus labios apareció la primera sonrisa que yo le había visto en todo el tiempo que yo viviera en Tilcara. Los huevos que la hambrienta anciana se había privado de comer, eran para ella una fortuna, y representaban para mí mucho más que todo el oro del mundo.
Traté de rechazarlos: -“Dónde los voy a poner? No ve que no hay lugar para nada más?”
-“No me los voy a llevar de vuelta”, respondió duramente.
Retiré el paquete que me diera Dora, para hacer espacio. Le iba a dar la mano, pero algo nos impulsó a abrazarnos. Y sentí el corazón de La Vieja Vinagre contra mi pecho. Llorando murmuró “Te quise… te quise…”
Para esconder unas lágrimas que intentaba reprimir, le dí el paquete y le dije que los huevos se iban a romper si los ponía juntos. “Lléveselo, doña Juana, y cuando vaya a comer, piense en nosotros”.
Los ojos de la anciana, profundos y brillantes de sabiduría, no entendieron mi ofrecimiento como una caridad. Gentil y temerosa puso sus manos arrugadas en mi cara. “Changuito –dijo-, te quiero como al hijo que hubiera deseado tener y no fue la voluntad de Dios…” Dio media vuelta y bajó corriendo por un sendero.
Hace poco, me enteré que Juana María, La Vieja Vinagre, no resistió los fríos invernales del año 2000. Falleció dejando su gallina, su huerta y su casita del cerro. En mi mente todavía está su recuerdo. Su imagen cáustica, exigente y quejumbrosa, que parecía incapaz de dar. Y justamente de sus manos recibí un obsequio perfecto de amor.
En mi vida, nunca he recibido un regalo tan valioso como el que me diera La Vieja Vinagre, aquel mediodía lleno de amor.
HALCÓN VAGAMUNDO